Investigador, consultor social, profesor y activista, Rodrigo Fernández Miranda es miembro de Ecologistas en Acción, Consume hasta morir, Folia Consultores y Alba Sud. Autor del libro «Viajar perdiendo el sur», desde hace tiempo teníamos muchas ganas de hablar con él y plasmar su opinión crítica sobre cuestiones como el aumento exponencial del número de viajeros a nivel mundial, la deriva de las certificaciones de turismo sostenible, la fiebre por promover inversiones turísticas extranjeras en continentes como África o sobre la democratización de segmentos como el turismo de cruceros, entre otros. Esta es la entrevista, que publicamos en dos entregas:
Pregunta: A mediados del pasado mes de diciembre, la Organización Mundial del Turismo (OMT) anunció que se habían alcanzado por primera vez en la historia la cifra del turista internacional mil millones en un solo año, ¿esto es motivo de celebración o de echarse a temblar?
El crecimiento de la industria del turismo internacional viene mostrando una invulnerabilidad desde la firma de los Acuerdos de Bretton Woods, con un aumento imparable desde entonces en la cantidad de desplazamientos, de ingresos y destinos. Como referencia, la cantidad de desplazamientos internacionales, que, como bien dices, este año por primera vez superan los mil millones, se ha multiplicado por dos desde 1993, por cinco desde 1975 y por cincuenta desde 1948. Y según las previsiones de la OMT esta tendencia se mantendrá a lo largo de las próximas décadas.
Sin embargo, parece lógico que ninguna actividad, inclusive la industria más poderosa de la globalización económica, pueda crecer de forma indefinida cuando depende, directa y necesariamente, de unos recursos que son limitados y se desarrolla en un planeta que es finito. Si se tienen en cuenta los límites ambientales tanto de inputs como de outputs se llega de la categórica conclusión de que la sostenibilidad es incompatible con el crecimiento infinito que necesita esta industria para garantizar su propia supervivencia.
Por eso, creo que el dato es para preocuparse y, principalmente, para promover una reflexión crítica de las personas que tenemos la capacidad material para desplazarnos.
Pregunta: A este ritmo, se alcanzarán los 1.800 millones de viajes internacionales en 2030, ¿qué tipo de impactos, no siempre visibles, ha propiciado el crecimiento exponencial que ha experimentado el turismo a nivel mundial?
Los impactos del turismo internacional, que es un hecho económico y sociocultural exclusivo de las clases medias consumidoras y del que quedan excluidas tres cuartas partes de la población mundial, se suelen agrupar en tres categorías: económicos, medioambientales y sociales.
En lo económico, se debe tener en cuenta como cuestión general que cuando este turismo es entre Norte y Sur se desarrolla en el marco de unas relaciones comerciales y económicas desiguales, y las empresas transnacionales tienen la potestad de centralizar las ganancias y socializar las pérdidas y los impactos derivados de la actividad.
Por otra parte, entre los impactos económicos se deben señalar otros como los siguientes: la creación de puestos de trabajo precarios y con derechos laborales y sindicales muy limitados, y la destrucción de puestos de trabajo en actividades tradicionales (y fundamentales para la vida), como la pesca o la agricultura, entre otros. El aumento del precio de los recursos o los bienes esenciales, al crecer sensiblemente la demanda del suelo, el agua o los alimentos, lo que recae especialmente sobre los sectores más empobrecidos de la población local. Por otra parte, entre el 20 y el 80% de los beneficios que se generan a través del turismo internacional salen de los países de destino.
En materia medioambiental, la “huella turística” se produce al ser una actividad masificada que en todos los casos supera la capacidad de carga de los territorios de destino. Asimismo, una parte importante de los recursos que hasta el desembarco del turismo internacional se utilizaban para la satisfacción de necesidades básicas de la población autóctona, cambian de uso y se convierten en una materia prima del mercado global.
Entre los impactos medioambientales también se pueden destacar: la sobreexplotación de recursos, principalmente el agua y la tierra, dadas las características de la actividad turística. Las consecuencias sobre el territorio que supone la creación o ampliación de las infraestructuras para la recepción, movimiento o estancia de las visitas internacionales, y que la mayor parte de la población local no utiliza. Los impactos locales y globales que conlleva el transporte motorizado, principal parámetro sobre el que se asienta el turismo, especialmente el aéreo que es el que más dañino resulta (y que representa más del 43% de los mil millones de desplazamientos): la consecuencia más grave es sin duda el cambio climático. Además, la actividad turística genera contaminación del aire, el agua y el suelo, y la generación de residuos.
Por último, para comprender los impactos sociales se debe tener en cuenta la construcción de relaciones asimétricas y verticales entre población autóctona y turismo, dada la relación de dependencia económica que existe en los países que ponen en marcha el monocultivo turístico en sus economías.
Por lo que la “turistización” de un territorio, bajo el paradigma del “desarrollo turístico” y en el marco de la globalización neoliberal, supone un cambio radical en la fisonomía de la sociedad, la economía, las relaciones laborales y las condiciones de los entornos naturales. Una transformación en la que la población autóctona y las comunidades locales no tienen voz en la toma de decisiones. A la nula participación de la población local hay que añadirle la muy limitada capacidad de regulación y control que las autoridades públicas suelen tener sobre la actividad y las empresas transnacionales que la operan, a pesar de desarrollarse en sus territorios y explotando sus recursos.
De esta manera, los territorios empobrecidos suelen quedarse con los impactos sociales, económicos y ambientales, y sin los beneficios económicos que se generan, ya que en su mayoría a través de diferentes mecanismos una parte significativa de las ganancias son sacadas y repatriadas de los países anfitriones. Así, en esta lógica prima el derecho de las empresas transnacionales al lucro y de las sociedades opulentas al consumismo, por encima de los derechos sociales, económicos, culturales y ambientales de una parte significativa de la población anfitriona.
Un modelo de “desarrollo turístico” incompatible con el desarrollo humano, la preservación de las condiciones naturales, sociales y culturales en los destinos. Y la voracidad que conlleva la obtención de ganancias en el corto plazo acelera los procesos de destrucción, sobreexplotación y desposesión, y garantizan la insostenibilidad de la actividad. Y son los sectores más vulnerables de las sociedades anfitrionas, y principalmente las generaciones venideras, los que más sufren y sufrirán estos impactos.
Pregunta: Se ha sabido recientemente que Gijón se unirá a Barcelona como ciudad certificada en turismo responsable y sostenible por el Instituto de Turismo Responsable. En el caso de la ciudad condal choca con las continuas quejas por el mobbing inmobiliario, la masificación, la ausencia de negocios locales o la inflación por parte de los vecinos del centro de la ciudad, por sólo citar algunas cuestiones. ¿El posicionamiento en términos de sostenibilidad turística se hace en clave de rentabilidad más que de concienciación real?
Considero que hay que poner en cuestión esencialmente todo aquello que tenga que ver con las certificaciones, sean de productos, de servicios o de destinos turísticos. La pregunta de fondo es: ¿a qué necesidad responden estas certificaciones? ¿A quién benefician?
La sostenibilidad es una cuestión muy concreta: se trata nada menos que de adecuar las sociedades y sus estilos de vida a la capacidad del planeta para proveernos de recursos y soportar los residuos y contaminantes que generamos. Se trata de satisfacer de forma equitativa a todas las personas, y fundamentalmente poder garantizar la satisfacción de las necesidades de las generaciones venideras.
La sostenibilidad no es un concepto vacío de contenido, sino todo lo contrario. No obstante, parece que durante los últimos años distintas industrias intentan cooptar este concepto para vaciar su contenido y adaptarlo a intereses puramente mercantiles y económicos. De esta manera, lo que tiende a hacer la industria, con la connivencia de los poderes públicos, es transformar la idea de sostenibilidad en un nicho de mercado.
Los casos que citas de Barcelona y Gijón representan una contradicción fundamental, y que nos pueden servir como ejemplos de cómo se intenta hacer de la sostenibilidad, el principal desafío que tenemos las sociedades opulentas a nivel social y medioambiental, un nuevo segmento de negocios, aunque para ello se deba desvirtuar totalmente la idea de qué es y qué no es sostenible.
Más allá de la cosmética de las certificaciones, podemos encontrar iniciativas realmente vinculadas a la sostenibilidad, como es el caso de las Ciudades Slow, que buscan la mejora en la calidad de vida a través del fomento de los espacios verdes, la ausencia de estrés y la tranquilidad. Esto se realiza a través de bases como las siguientes: mantener una política de urbanismo amigable con los habitantes, el uso de energías renovables, una normativa coherente con la naturaleza, la conservación de los espacios verdes e histórico-culturales, la alimentación basada en los criterios de Slow Food, el cierre al tráfico motorizado en los centros urbanos, entre otros.
En mi opinión, siendo la industria turística globalizada junto con sus actividades conexas el principal agente de deterioro ambiental en el mundo, es lamentable que en nombre de la “sostenibilidad” se adopten estrategias cosméticas de marketing, y no un proceso de profunda reconversión.