La historia del Titanic tiende a mitificarse por escenificar en circunstancias extremas el retrato y destino de toda una época: el eurocentrismo, el esplendor de la Belle Époque, el orgullo imperialista y técnico, el idealismo romántico del honor o el valor, los contrastes sociales. El iceberg hundió todo aquel estilo de vida heredado del siglo XIX, antes de que lo hicieran la Primera Guerra Mundial o la Revolución Rusa, estrenando el siglo XX y despertando ya entonces todo tipo de lecturas, sobre las que destacó la del gran escritor y marino Joseph Conrad:
«Es inconcebible pensar que hay gente que no puede pasar cinco días de su vida sin una suite de hotel, cafés, orquestas y refinados placeres similares. Sospecho que el público no es tan culpable de ello. Se le empujó hacia estas cosas en el curso normal de la competencia comercial. Si mañana se eliminaran todos estos lujos, el público seguiría viajando. No pierdo la esperanza en la humanidad».
«No nos dejemos embaucar por una visión romántica del llamado progreso. Una empresa que vende pasajes es comercial, aunque por la forma en que hablan y se comportan estas personas pueda pensarse que son benefactoras de la humanidad».
«Nos hemos acostumbrado a poner nuestra confianza en lo material, en las aptitudes técnicas, en los inventos y en los logros de la ciencia».
«En apariencia, hay un punto en que el desarrollo deja de ser un verdadero progreso. Hay un punto en que el progreso, para ser un verdadero avance, ha de variar ligeramente de rumbo”.
Hizo falta casi un siglo para variar ese rumbo de progreso bajo la estrella de la sostenibilidad. La crítica de Conrad fue contra un progreso basado en la megalomanía y el hedonismo, el ocioso sinsentido de un hotel flotante y el sentimentalismo heróico con que quiso taparse lo ridículo de tantas muertes debidas a la frivolidad. El Titanic recuerda la opulencia que nos hundió en la crisis y la altura que separa nuestros pies del suelo. Somos 7.000 millones de pasajeros en un buque que progresa a toda máquina sin saber hacia dónde. La cultura del entretenimiento y el consumismo nos distraen como la música de orquesta, mientras la desigualdad aumenta y los pasajeros del primer mundo ignoran a los del tercero, como al hielo que los acecha. A la vista del iceberg (calentamiento global, fin de los recursos), viramos hacia un intento, muchas veces maquillado y con tintes mercantilistas, de un mundo más sostenible, pero la inercia del progreso y sus desmanes (inercia en los hechos, pero sobre todo en las mentalidades y políticas), quizá sea incorregible. Una cosa es clara: para navegar antes hay que sostenerse.
En 1912 se culpó al Titanic de desafiar a Dios. Hoy navegan barcos mucho más grandes y lujosos, demostrando que la ciencia puede dominar terrenos reservados antes a Dios o a la Naturaleza. La cuestión siempre será la misma: ¿con qué fin? Si el poder recae en nosotros, la responsabilidad también, y esta opera sobre las causas y los medios, no sobre los efectos. Se trata de ética, la constante que faltaba a la fórmula de progreso. La ética, siempre reservada a las personas y separada de las empresas o la economía, hasta la irrupción de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC). Sin ella, el progreso incurre en la ceguera del Titanic y, en boca de políticos y empresarios, se corrompe.
Hace tres años, en el centenario del naufragio, se decía que algo así era irrepetible en la Era digital. Recuerdo a un niño italiano en brazos de su padre sobrecogido ante la estrepitosa mole varada del Costa Concordia, escorando toneladas de lujo frente a las modestas casitas de la isla de Giglio. El padre ejerció de tal: «Míralo bien y acuérdate. Es el mejor ejemplo de lo que es capaz la estupidez humana».
Los barcos también son en gran parte generantes de la contaminación, muy buena informacion me gusto muchas gracias